Desafiando la fuerza del Pacuare
Hasta hace una semana, un centenar de indígenas cabécares, en Talamanca, cruzaba el Pacuare solo con ayuda de una varilla para sortear la furia de las aguas. Hoy, dos puentes los conectan con la vida, el trabajo y la salud. Fueron construidos por la empresa privada.
Desafiando la fuerza del Pacuare
Hasta hace una semana, un centenar de indígenas cabécares, en Talamanca, cruzaba el Pacuare solo con ayuda de una varilla para sortear la furia de las aguas. Hoy, dos puentes los conectan con la vida, el trabajo y la salud. Fueron construidos por la empresa privada.
Angela Avalos R. | aavalos@nacion.com
Al abuelo Héctor se lo tragó el Pacuare. La última vez que se le vio con vida fue cruzando el río, por donde están las piedras más grandes y redondas del cauce. De eso hará unos seis años. Dicen que el abuelo Héctor intentaba sortear las furiosas aguas pero la debilidad de su cuerpo y la fuerza del río fueron más poderosas que sus intenciones de llegar a la otra orilla.
Aniceto Martínez Ortiz, su nieto, tenía 20 años cuando la noticia le llegó de boca en boca hasta su rancho, levantado en medio de platanares en un pueblo de la cordillera de Talamanca llamado Tsimari. Entonces, no había manera de sortear el río de no ser por puentes improvisados con bejucos, o sosteniéndose de una varilla entre las aguas.
El abuelo Héctor estaba entrado en años y no escuchó bien al Pacuare, que ese día estaba de malas y lo anunciaba con todas sus fuerzas. Tampoco supo medir sus energías, menguadas por el paso del tiempo. El Pacuare acabó tragándoselo, como se había tragado a otros indígenas cabécares en sus intentos por sortear las aguas.
Aniceto cuenta la desgracia familiar como lo más natural del mundo. Para los indígenas de esta zona resulta casi normal terminar la vida de esa manera. Lidiar con ríos caudalosos, serpientes, acantilados, mosquitos y la falta de comida es el pan diario y está entre las causas más comunes para poner punto final a una vida repleta de carencias.
Desde muy pequeño, Aniceto y su familia han construido pasos improvisados sobre los ríos con bejucos y troncos de árboles sacados de la montaña. Cuando el río está muy crecido y les impide pasar a pie entre las rocas, han tenido que probar su valentía y equilibrio caminando sobre troncos llenos de musgo, con hijos en brazos o sacos de alimentos jalados sobre las espaldas, como bestias humanas de carga.
Más de uno –incluido Aniceto–, se ha llevado tremendo susto por resbalones o cabezas de agua. Las crecidas son muy frecuentes en estas montañas, y ponen en riesgo los intentos por llegar a otras comunidades en busca de comida, doctor o refugio.
180 grados
El martes 15 de setiembre, el joven indígena de 26 años, su esposa, Maribel Obando y sus tres hijos, cruzaron de nuevo el Pacuare casi por la misma zona donde el abuelo Héctor desapareció entre las aguas. Atravesaron el río pero sin necesidad de usar bejucos o recurrir a una varilla para llegar al otro lado.
Lo hicieron sobre un puente de tablas gruesas y malla de alambre a los lados. El paso está sostenido por cables de metal amarrados a estructuras de acero, bien sembradas en cemento. Es el nuevo puente sobre este sector del río Pacuare y uno de los dos construidos por voluntarios del Programa de Acción Social del Hospital Clínica Bíblica. El otro puente está a la altura del río Tsimari.
Dos puentes –de cinco que se tienen en proyecto–, le cambiarán la vida radicalmente a un centenar de indígenas de Tsimari. La misma comunidad definió sus necesidades más apremiantes, luego de conocer a dos médicos especialistas en Medicina Familiar que dejaron la comodidad de la Clínica Mayo, en Estados Unidos, por los barriales y mosquiteros de Talamanca.
Los médicos Alekcey Murillo Alfaro, de 34 años, y Judith Dunteman Ferdinand, de 31 –esposos–, hablaron con los líderes cabécares y se encargaron de comunicar las necesidades a empresas privadas en San José.
El proyecto fue escuchado y asumido por Acción Social del Hospital Clínica Bíblica de donde salieron los voluntarios para construir estas obras. Hasta ahora, se han invertido unos $80.000, dijo su director, Bernal Aragón.
Cambio radical
No es fácil vivir en montañas que sobrepasan los 2.000 metros sobre el nivel del mar. Los días son intensamente calurosos y húmedos. Las nubes de mosquitos sobre el barro caliente contrastan con las noches apaciblemente silenciosas y frías, sometidas –las más de las veces– a tronadores aguaceros.
Los indígenas de Tsimari levantan sus ranchos con palos sacados del monte. Abren pequeños solares en medio del bosque donde siembran lo poco que comen (plátanos y bananos), y donde crían a sus chanchos, gallinas, vacas y perros famélicos.
El arroz y los frijoles los tienen que ir a comprar a la comunidad más cercana, La Esperanza de Atirro, a 13 kilómetros de allí a través de la montaña. Esos 13 kilómetros se traducen en unas diez horas a pie, pero a pie indígena, que es rápido y hábil para sortear lodazales y barrancos. Un pie como el suyo o el mío podría tardar hasta dos días haciendo ese trayecto. En territorios como este las distancias se miden en horas caminando, no importa si se trata de uno o de diez kilómetros.
Severino Chaves Jiménez es vecino de Aniceto, y cosecha plátanos e hijos, como él. Vive en el mismo caserío junto a su mujer, Roxana Ortiz Chaves, y seis hijos.
Uno de sus pequeños tiene nueve años de edad y lleva internado los últimos cinco meses en el Hospital Nacional de Niños. El chiquito tiene leucemia. Así fue como Severino conoció la capital, cuando se vio obligado a sacar de la montaña a su pequeño y a subirse a un bus. Esto lo contó en su “medio español”, pues está más habituado a hablar en cabécar. Con sus botas de hule y una varilla que le servía de apoyo, jaló a su hijo por entre la montaña. ¡Ni cuenta se dio cuando tuvo que cruzar el río con su hijo a rastras!
Hoy, cuando mira el nuevo puente sobre el Pacuare, imagina a su hijo pasar de su mano sobre él, ya de vuelta al rancho. Según le contaron los médicos, podrá tener de regreso a su pequeño en cuestión de dos meses. Para entonces, cuando eso suceda, el niño encontrará dos puentes nuevos y una escuela muy diferente a la que dejó al salir hacia la capital.
Su papá tendrá que cargarlo, pero no entre la corriente fría del río o sosteniéndose de bejucos resbalosos de musgo. Lo hará sobre puentes seguros y firmes. De vuelta en casa, es muy probable que ya no tenga que escuchar más historias de ahogados. Como la del abuelo Héctor, a quien un día de tantos se tragó el Pacuare.


